Abriendo las puertas del cielo

Alicia Castillo Ascanio: Caracas, Venezuela

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jueves, 19 de agosto de 2010

Abriendo las puertas del cielo

Publicado por Alicia Castillo Ascanio en 14:29

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A mi añorada Lucky

"El mundo del color

es el que yo afectivamente prefiero".

Carlos Cruz Diez

Con mi visión canina me tomaré la licencia de hacer una analogía entre los colores de mi pasado y los que hoy me colman el alma desde las alturas.

Cuando uno llega aquí aprende de inmediato a estimar la vasta apostura que ofrece el cielo. Es magia cuando se desvanece el apego a la Tierra.

Yo sí lo disfruto; me tuve que habituar y dejar que no me afectara tanto el escuchar las evocaciones, y las dulces remembranzas de los momentos compartidos. Cuando uno está en las alturas escucha el clamor de quienes siguen abajo. En un canal invisible que comunica de corazón a corazón, no hacen falta palabras, sino el deseo de comprender y ser entendido.

Con humildad, di luz y compañía en momentos de dolor, en esos cuando el desierto seca la esperanza y un diluvio inunda el corazón.

Añoro las caricias en mis peludas y rizadas orejas y en mi vientre. Pero vendrán de vuelta algún día. Con quienes me amaron y cuidaron llegaré a compartir este horizonte matizado de esmeralda y añil, donde no tiene cabida las tormentas en el alma. Aquí las flores no se secan, ni se perfuman con el aroma de la muerte. No hay otoños, hay primaveras. No hay sepias, sino colores que invitan al gozo y a la admiración. Huele a grama húmeda y recién cortada; a cachorritos mimados y consentidos. La muerte aquí, es la vida que tantas almas añoran cuando el corazón se enluta y llueve a través de los ojos.

Todo lo soñado se reproduce sin pedirlo siquiera. Las flores y la imponente majestuosidad de estepas y montañas son el hogar de las hadas y ángeles, dispuestos a coloreándolo todo. El deseo aquí, es trasladar estas tonalidades a las almas que sufren en la Tierra, alejar ese desierto en el océano de tantos seres allá abajo.

No sé cuándo nos volvamos a ver. Ese día compartiré este Sol, que no se repliega ante la Luna; brillan juntos. Las hadas le danzan a la vida, copiando los tonos de las flores en sus trajes. Aquí se colman de música celestial todas las manifestaciones de vida, que hay luego de la muerte. El color es descollante, simplemente es el dueño de lo afectivo, te inunda el espíritu para alimentar la sed de vivir.

Yo abajo sólo distinguía pocos colores, no disfrutaba de la gama de rojos ni de verdes. Aquí las imperfecciones se corrigen y todo es tan perfecto como lo sería, si el mundo fuera otro mundo.

El cielo esta minado de mascotas, que como yo, fueron adoradas por llevar paz a su adlátere. En mis 9 años por la vida fui testigo de la cantidad de personas que respiran viéndolo todo color sepia. Sigo observando, desde aquí, que millones de ojos brillan de deseo por ver más allá de ese amarillo de antaño. Al emitir palabras, solo quejas y pesadumbre construyen sus oraciones. La gran mayoría cree en Dios, va a la iglesia y hasta se hacen acompañar por sus canes y lo dejan amarrados en la puerta, como si la palabra de Dios no pudiera ser comprendida por nosotros. Somos fieles testigos silenciosos de sus carencias afectivas. Al tiempo nos mimetizamos tanto que somos una versión canina de nuestros dueños. Su tristeza es la nuestra, sus dolores también; y empeora la ya mermada, paleta de colores con la que pretendemos dar sentido a la existencia.

Bien lo describe el padre del arte moderno, Paul Cézanne: “La luz no es algo que puede ser reproducido, sino que debe ser representada por otra cosa, por los colores”. Yo aprendí algo en mi andar, a cuatro patas, por el mundo: La vida es luz y ésta es la gente que llena de color tu existencia. A medida que pasa el tiempo van construyendo para ti una variada paleta, donde los instantes de alegría se llenan del verde esperanzador y los días turbios se plenan de grises. Es por ello que el pintor cubista francés, Fernand Léger, afirmaba que: “El color es una necesidad vital. Es una materia prima indispensable a la vida como el agua y el fuego”. Yo le agregaría que es tan imprescindible como el amor y la amistad, sentimientos que perduran como el colorido brillo de la eternidad. Sin la luz que ampara el cielo y la Tierra, seríamos una flor sin matiz, un pájaro sin alas, un niño sin sonrisa; simplemente el desolado desierto de la ola.

El sexo forma parte de la naturaleza.

Y yo me llevo de maravilla con la naturaleza.

Marilyn Monroe

Sólo existen dos cosas importantes en la vida.

La primera es el sexo y la segunda

no me acuerdo.

Woody Allen

Ella quería repetir la experiencia de viajar a Punta Cana, en soledad. Nada de familiares, ni de tomar decisiones en comuna para ver a cuál de los restaurantes se iría a almorzar, nada de estar preocupados para compartir con familiares, que tal vez, luego de las vacaciones, no viera más en mucho tiempo. Ah, y por supuesto, nada de hacer un viaje en taxi por carretera, donde no sabías si habías aterrizado en la luna por tantos huecos que esquivar, o si evidentemente un mono salido de la selva, en un momento de travesura, era el que conducía el vehículo para inspeccionar la civilización.

-Dicen que somos las mujeres las que manejamos mal. Pero en República Dominicana, nos ganan los hombres. Expresó en voz baja Nicole mientras recordaba, ya sentada en el avión, su anterior viaje por carretera de tres horas desde el Aeropuerto de las Américas en Santo Domingo, hasta su hotel en Punta Cana.

Para ella, en esta oportunidad todo sería simplemente diferente. Se lo merecía. Estaba tan abrumada que eran imprescindibles estas vacaciones.

-15 días en soledad. ¡Oh Dios, cuánto necesitaba este momento! Para comenzar, dame un compañero de viaje que valga la pena. Dijo viendo la entrada del pasillo del avión desde su asiento.

En ese momento, una robusta morena se abría paso por el angosto corredor del avión. Su piel brillaba por las gotas de sudor que, a su vez, se abrían paso hacia el pronunciado escote que a duras penas cubrían unos senos como montañas.

-Aquí no, por favor. ¡No entendiste bien! Te acabo de pedir un tipo guapo – pensó Nicole. Mientras que la señora se sentaba a su lado, molesta y protestando.

Se durmió escuchando sus temas preferidos, que de antemano había grabado en su Ipod, para darle el toque personal a su estadía perfecta.

Despertó cuando escuchó decir a la azafata que ya estaban a punto de aterrizar en el Aeropuerto Internacional de Punta Cana.

Al ver las hojas de palma en el techo de la estructura, al escuchar el ritmo de la música caribeña, y las sonrisas de bienvenida, que contagiaban a todos los visitantes y dejaban huella en aquellos que, con pesar, se marchaban, se sientió realmente dichosa. Aún más cuando, minutos después, se encontró frente a la hermosa cabaña que le habían destinado en el hotel.

Salió al jardín cubierto por palmeras, flores y pulcra grama china. Un túnel de trinitarias: naranjas, rojas y blancas, la condujeron a un caney de ensueño. En ese momento comenzó a sonar en su Ipod Waka waka de Shakira, el ritmo la contagió y comenzó a bailar imaginando estar en pleno Soccer City bailando frente a 94 mil espectadores el día de la inauguración del apasionante Mundial África 2010.

Su fantasía se interrumpió cuando escuchó la risa de un hombre. Al voltear vio al personaje que horas atrás le había solicitado a Dios para que le acompañara en el avión.

-Sigue, sigue, lo haces muy bien– le dijo él, con una sonrisa. -Si dejas que yo escuche, tal vez te acompañe.

-¡Hola, soy Nicole!

-Sebastián, encantado.

-Acabo de llegar y este jardín es realmente cautivador.

-Deja que veas la playa y otros lugares secretos que he tenido oportunidad de descubrir en apenas dos días que llevo aquí.

-¿Viniste solo?- indagó ella, deseando con todas las fuerzas un sí por respuesta.

Y eso fue lo que escuchó.

-¡Somos dos! – expresó Nicole, con una sonrisa que causó absoluto placer en él.

Quería unos días sin reloj y sin angustias. Imposible, ya al caer la tarde, estaba retrasada, con la cama llena de ropa, indecisa por lo que se pondría para la cena con Sebastián.

-La ansiedad me persigue a donde voy. La idea era estar sola. ¿O tal vez no?- Se preguntaba mientras se probaba otro vestido.

Un traje negro, con profundo corte en V, entallado; y con el cual resaltaban todas sus perfecciones fue el elegido. Se dejó el cabello suelto y calzó unas hermosas sandalias rojas. Y cerró la puerta.

Lo encontró acompañando al pianista, que todas las noches llevaba de paseo a los turistas hacia los momentos lejanos de la memoria. Evocaciones que hacía en complicidad con su danzones, merengues y clásicos.

La tomó de la mano y la llevó a la playa, un camino de antorchas los condujo hacia una mesa donde los esperaba un Carménère chileno, con bandejas de salmón ahumado y variedades de quesos. Nicole estaba sorprendida y él estaba, con éxito, haciéndolo todo para agradarla. Al término de la botella, caminaron, en silencio, por la playa, hasta que los pasos de ella fueron interrumpidos cuando él se detuvo y la tomó por la cintura para atraerla hacia su cuerpo. Ni aún queriendo escapar, le sería posible, por la fuerza de aquellos brazos.

Sus labios se unieron y cada parte de sus cuerpos comenzaron a comulgar y a encajar. Le quitó el cabello que le cubría el rostro, por culpa de la brisa, y diminutos besos fueron apoderándose de sus ojos, nariz, frente, oídos, mentón y cuello. Él siguió marcando territorio con los labios hasta llegar a los senos. Los besó con tanta dulzura, que en algún momento ella pensó que ya no les pertenecían, que le regalaría a ese hombre hasta su alma.

Él nuevamente la tomó de la mano y retornaron al hotel. Nuevamente se encontraron ante la puerta, que ella, una hora y media antes, había cerrado con la ilusión de pasar una gran velada. El frío del cuarto rompió la calidez del exterior. Se sintió más por las llamas internas que ya se habían adueñado de los dos.

-¿Puedo? Preguntó él. Y sin esperar respuesta se agachó y le quitó los zapatos. Sus manos comenzaron a escalar por sus pantorrillas, rodillas y muslos. Mientras esto ocurría, su boca y lengua emulaban el camino. Le quitó las bragas de encaje negro y ella colaboró para quitarse el vestido y fue directamente a la cama, porque simplemente le era imposible mantenerse en pie por el deseo.

Lo observó con tan avidez, que sintió como si todo su cuerpo se ruborizara. Un erecto miembro antecedía el cuerpo de aquel hombre de un metro noventa, mientras caminaba hacia ella. Todo fluyó como si ya ambos se conocieran desde siempre. Como si ya antes se habían paseado uno en el otro, como si sus esencias ya habían sido compartidas.

-Debo confesar que lo haces muy bien- dijo Nicole

-Sí, practico mucho… cuando estoy solo- A la risa de ambos, se les sumaron más besos y deseos, hasta que se durmieron.

Nicole soñó con que se entraba en la puerta de una humilde casa a la orilla de la playa. Un niño la condujo hasta el interior y la invitó a pasar por detrás de una cortina de vivos colores rojos, verdes y turquesa. Allí sentada, frente a una pequeña mesa de madera, se encontraba la misma mujer que ocupó el asiento de al lado en el avión. Vestía una larga batola de colores llamativos y un pañuelo amarillo le cubría el cabello. Aquella estancia era culto a todos los santos paganos u orishas. A los pies de las imágenes había ofrendas de frutas y mamey. Los caracoles y conchas se apoderaban de los rincones y sus colores brillaban al ritmo de la llama de las velas rojas, azules y amarillas que alumbraban la habitación. El olor a humedad, a tabaco y a la brisa del mar se apoderó de Nicole.

Se sentó al lado derecho de la mujer y al escuchar su preguntas le respondió:

-Mi nombre es Nicole Riera y nací el 17 de marzo de 1975.-

Aquella mujer, encendiendo el tabaco, se persignó, dijo en voz baja una oración y comenzó a fumarlo.

Nicole se quedó embriagada por el olor, el humo y el blanco que rodeaba la punta del puro al ser consumido por el aire de los pulmones de aquella mujer. En el momento que le comenzaría a narrar lo que el tabaco le decía, despertó con el primer rayo de luz que le rozó la cara.

Vió a Sebastian dormido; y fue al baño exterior de la cabaña, rodeado de matas que evitaban la vista de curiosos y al aire libre, prendió la ducha y dejó que el agua le mojara el cabello, invitándola a recomponerle la mente por tantos sucesos inesperados en tan pocas horas. Eso no ocurrió, porque a los pocos minutos sintió por la espalda el abrazo de él. Otra vez, Sebastián se apoderó con ternura de cada centímetro de piel, con sus eternos besos. Se agachó, y con su lengua acarició su entrepierna, para luego ir subiendo hasta los pechos; a cada centímetro de esa misión, ella se sentía desposeida de toda razón y sólo quería que ese momento no tuviese fin.

Ya ante la mesa del desayuno, ella le dijo:

-Hay un antídoto, aunque breve, efectivo para olvidar las penas. Me refiero definitivamente a ese amor que llega a través del sexo, que te deposita por un instante en el paraíso y luego te trae de vuelta con la sed eterna de repetir el periplo.

-Lo aprovecharemos hasta el último día de estas vacaciones, si no te importa.

Y así fue. El día que Nicole, ya a punto de salir de la habitación, miró las sábanas y observó un brillante tótem de azabache que guardó eternamente, como símbolo de ese encuentro.

El alivió llegó de inmediato al ver la calzada de piedras que tanto había añorado desde que inició el periplo hacía dos lunas. Allí estaba Rebeca Izaguirre, de 43 años, muy distinta a la que, hacía dos décadas, había pasado su luna de miel en el pequeño hotel que tenía al frente. Bajó del vehículo con su pequeña maleta de mano y subió las escaleras, no sin antes acariciar las rosas amarillas y blancas que adornaban el paso hacia la puerta principal, dejándose embriagar por su olor. Las ruedas de su pequeña maleta giraban sobre el camino de piedra lisa, recién barrido. Al paso de Rebeca, las flores, que había tocado y que dejaba atrás, se iban marchitando de manera instantánea, y hojas, estacas y basura arropaban la vereda, sin que ella se diera cuenta.

Abrió la puerta y allí estaba, como la primera vez, don Leopoldo Ibarra, el amable dueño del lugar. La recibió y la llevó a su habitación. Con una sonrisa depositó la maleta sobre la alfombra del cuarto, y se despidió. Al cerrar la puerta, de la piel de aquel hombre no quedaba rastro de color, la transparencia dejaba ver sus venas. Su sonrisa se convirtió en una mueca repugnante y su ropa pasó a ser desgastada y mugre.

En la habitación Rebeca intentó, sin éxito, abrir la ventana. Se percató de las paredes recién pintadas y de los muebles de madera mimosamente cuidados. Rayas amarillas, naranjas y azules quedaron reproducidas en el edredón que cubría la cama. A su lado, un florero servia de hogar a un ramo de flores silvestre.

Decidió ir al baño, la sorprendió una estancia absolutamente pulcra. El olor a lavanda la conquistó. El agua de la bañera la relajó y no se dio cuenta que quedó abandonada al sueño. Se despertó presa del susto al escuchar que la puerta de la habitación se había cerrado de golpe; se colocó el paño y salió. No vio nada. Se vistió con la pijama y se acostó. Soñó con aquel día, cuando llegó al hotel de la mano de su esposo. Una lágrima se depositó en la almohada cuando rememoró, aún en sueño, la risa fácil de él, sus caricias y sus besos. A las 6 de la mañana se despertó. De inmediato el pánico se apoderó de ella, al ver la colcha sucia y rota. Las paredes lucían humedecidas y agrietadas. Abrió la puerta y bajó las escaleras convertidas en desgastados pedazos de madera que crujían y se rompían a su paso. Las palomas, tan asustadas como ella, dejaban su lecho volando muy cerca de Rebeca. Al llegar al pequeño lobby, encontró sólo una silla de mimbre destruida y una recepción, con un manto de polvo, convertida en el hogar de roedores.

No daba crédito a sus ojos, todo estaba en ruinas; abrió la puerta y se descubrió en medio de una absoluta soledad. A punto de llorar, subió a su carro y con sorpresa descubrió a un hombre desgarbado que de pronto apareció junto a ella.

-¿Quién es usted?, salga del auto.- Dijo ella temblando.

-Bienvenida

Presa del pánico por la voz tan familiar y a la vez sepulcral de aquel hombre, salió del carro y corrió por la calle, a su paso observaba que las casas y comercios también estaban en completa ruina y la naturaleza había tomado posesión de aquel abandono. Hombres, mujeres y niños salían de los rincones, con su mugre a cuesta. La perseguían con sus ojos sin luz, con el peso opresor de la muerte y con evidentes deseos de contagiarla.

Llegó al bosque, los rayos de Sol no se podían abrir paso entre la espesura de las copas de los árboles. Escuchó un trueno, siguió corriendo, sentía cerca las pisadas de docena y media de seres, que debían estar sepultados y no detrás de ella sobre la tierra. La altura se encapotó y no pudo ver el camino, comenzó a llover. Se detuvo, decidió encarar a los seres sin alma y al voltear, no sintió más pasos.

Cuando su corazón retomó su ritmo normal, comenzó el retorno hacia su auto. Ya en la carretera y un poco más calmada, encendió la radio, escuchó nuevamente la misma voz dándole la bienvenida, esta vez desde el aparato. Hizo el intento de apagarla y no pudo, sus manos no la obedecían, al igual que pasó cuando un camión, en sentido contrario, venía hacia ella. No podía controlar sus manos porque ella se estaba disipando. Luego del impacto la radio siguió funcionando:

-Bienvenidos a su programa: Camino a la eternidad, hoy se cumplen 100 años de la peste que acabó con nuestra comunidad vecina, y les contaremos la leyenda de una pareja que decidió pasar su luna de miel en ese pueblo siniestro, que de día es un lugar idílico y de la noche es óbito para quienes lo visitan.

He decidido contra mi historia… Sí, ya sé que mucha gente sabe de mí. ¿Acaso era posible pasar desapercibido? Pero hay hechos que mi sonrisa pública ocultaba; y mi vida fue muy corta para poder expresar el sentir de mi alma. Hoy, ya tengo 92 años; aunque abandoné el mundo a los 22, lo sigo de cerca porque la manía, obligatoria, de verlo desde arriba, nunca mermó.

Creo que la condición humana no cambiará su intolerable afán por juzgar a las personas por la fachada que tienen. Desde siempre, cuántos niños no son el blanco de las burlas por ser: flacos, gordos, pobres o introvertidos. Gandhi decía: “Puesto que yo soy imperfecto y necesito la tolerancia y la bondad de los demás, también he de tolerar los defectos del mundo hasta que pueda encontrar el secreto que me permita ponerles remedio”. Yo no lo logré y, evidentemente, él tampoco.

El 22 de febrero de 1918 afloré del vientre de mi madre. Yo, el primero de sus 5 hijos, ese día pesé 3 kilos y 850 gramos. Me bautizaron Robert Pershing Wadlow. Fui recibido en mi casa de Alton, Illinois, Estados Unidos, con la alegría que genera una vida recién estrenada. Hasta los dos años pude disfrutar de una existencia sin irregularidades; los venideros veinte serían inusuales y de antología. Una glándula dentro de mi cerebro, del tamaño de un guisante, afectó mi crecimiento de tal manera que hasta fui la atracción especial del Circo de los hermanos Ringling, en 1936, en varias regiones de mi país. De alguna manera contribuí a despejarle un poco la mente, aunque por instantes, a todo el que padeció la Gran Depresión.

Depresión, ése fue el sentimiento que combatí durante mi corta e intensa vida. A los nueve años, ya era más alto que mi padre y hasta lo podía llevar en brazos. El día que un periódico local me pidió hacerlo para un reportaje, me deprimí mucho; anhelaba no ser el más popular por mi notable condición. Muy temprano me enteré que debía ser tolerante si no quería llevar una vida amarga.

-Al que hace bien y acepta la verdad, Él le dará vida eterna. Romanos 2:7 –Me repetía siempre, mi madre cuando percibía que mi día se tornaba turbio.

Había que comprar tres veces más de metros de tela requeridos normalmente para hacerme mis trajes; mis zapatos, a la medida de 47 cms., tenían un costo de 100 dólares, les pagaba haciéndole publicidad a la compañía International Shoe. Nunca disfruté de un vuelo en avión, porque estaban hechos para personas con una talla máxima de 1 metro 80 cms.; eso era lo que yo medía a los 8 años. Mis viajes eran en autobuses a los que había que quitarles varios asientos. Todo se tornaba incómodo no sólo para mí, sino era toda una logística preparar desde mis traslados y comidas, hasta las habitaciones de los hoteles donde me hospedaban.

Fue agotador convertirme en el Boy Scout más prominente del mundo a los 14 años. A solicitud de mis compañeros, por horas mantenía las piernas abiertas y me convertía en un especial puente humano por donde ellos pasaban. Las jornadas eran especialmente agotadoras para mí. Ver las copas de los árboles, estar a la altura de la luz verde de los semáforos, subir ascensores doblándome por la mitad, trasladarme en carros descapotados, sentarme en escritorios especiales y rozar con la cabeza todos los techos de las casas, era absolutamente extenuante.

Recuerdo, con tristeza, mi primera cita. Alisson Meyer y yo fuimos al Lewis and Clark State Memorial Park, porque ningún restaurante estaba acondicionado para comensales de mi magnitud. Ella llevó una tela floreada para sentarnos en la grama. Al tratar de colocar mi brazo a través de su espalda, le toqué, sin querer, ambos senos con mi mano de 32,4 cms.; ella se molestó tanto que intentó, en vano, darme una cachetada. Seguí intentando quedar atrapado en los vaporones del amor, pero todas las muchachas se me acercaban sólo para pedirme autógrafos.

Decidí llevar una vida tranquila y sobrellevar las miradas de asombro, que desde mi cintura me hacían los curiosos. Asumí las constantes mediciones, los fotógrafos que aparecían para dejar evidencia de mi peculiar estado y se hicieron más seguidas las visitas a los médicos, por mis constantes malestares. Unos aparatos ortopédicos que se suponían me ayudarían a reforzar mis tobillos marcaron la cuenta regresiva de mis últimos días. Lejos de casa, en Michigan, se me fue la esencia, mientras el sueño relajaba mi inmensidad.

Recuerdo, impresionado, aquel 19 de julio de 1940, cuando 12 hombres llevaron a cuestas, hacia el cementerio de Oakwood, los 500 kilos que sumaban mi ataúd y mi cuerpo. También leí el libro de pésame con esquelas y rúbricas de 40 mil personas que viajaron de todas partes para despedirme; algunos por afecto, y otros, sin duda, empujados por el instinto innato de la curiosidad.

Nunca olvidaré el dolor de mi madre al no poder darme una despedida íntima. Sus lágrimas ahogaron las mías; yo lloré por lo que significó sobrellevar mi espíritu y dignidad en un cuerpo de 2 metros 72 cms..

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